miércoles, 25 de enero de 2012

Recordando a don Artemio de Valle-Arizpe


Toca recordar el día de hoy, a manera de homenaje en su natalicio, al escritor e historiador mexicano Artemio del Valle Arizpe, quién fuera cronista de la Ciudad de México y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. 

La singularidad en su obra radica en su facilidad para recrear el escenario histórico que nos está narrando, de tal suerte que el lector se pasea por las avenidas, calles y plazas del México del Virreinato; así mismo contempla los edificios civiles, las iglesias y los panteones de los primeros años de vida del México independiente.  En palabras de Gonzalo Celorio, Artemio del valle Arizpe recupera “las voces, ya perdidas, que utilizan sus personajes según los usos lingüísticos de su tiempo y que permean también el discurso del propio narrador, que deliberadamente articula un lenguaje arcaizante para hablar, como si fuera presente, Del tiempo pasado.”  

He aquí un extracto de su obra: La güera Rodríguez, en la que Don Artemio con gran maestría nos narra lo acaecido en la inauguración de la estatua ecuestre de Carlos IV.

Había multitud de damas y señores de las más altas casas de México, con gran boato de trajes, en las ventanas y extensa balconería del Real Palacio que ondulaba de tapices y terciopelos colgantes. En el balcón principal destacábase Su Excelencia el virrey Iturrigaray con la virreina doña María Inés de Jáuregui, rodeados entrambos de entonados dignatarios palatinos, oidores, señoras principales y caballeros de alcurnia, sedas joyantes, encajes, galones, perfumes, plumas multicolores y la pedrería de las alhajas  brincando en mil iris de luz. Allí se encontraba satisfecho el barón de Humboldt con doña María Ignacia Rodríguez de Velasco llena del vivo destello de las joyas y derrochando la gracia de sus mejores palabras.

Encantados estaban los dos de ver la abigarrada muchedumbre, palpitante y sonora, llena de fiebre de impaciencia. A una señal del Virrey y como si fuese un resorte exacto, se rasgó en dos el velo colorado que cubría la estatua, que quedó desparramando reflejos en medio de la mañana azul, llena de sol. A ella se enfocaron todas las pupilas. El gentío estaba como atenazado en un asombro quieto. De pronto estalla el apretado trueno de los aplausos. Era una onda larga de ovaciones que extendíase hasta muy lejos. En ventanas, balcones y azoteas había una blanca agitación de pañuelos al viento.

Rompió el límpido cristal del aire el humeante trueno de diez piezas de artillería, unánimemente disparadas. Luego el fragor de las tupidas salvas de los regimientos de la Nueva España, de Dragones y de la Corona. Y al terminar este gran ruido se alzó al cielo un agudo estrépito de clarines y el ronco estruendo de los parches y atronaron los festivos repiques de las campanas de la ciudad entera que envolviéronla ampliamente en su música y la tornaron toda sonora.



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