Toca recordar el día de hoy, a manera de homenaje en su
natalicio, al escritor e historiador mexicano Artemio del Valle Arizpe, quién
fuera cronista de la Ciudad de México y miembro de la Academia Mexicana de la
Lengua.
La singularidad en su obra radica
en su facilidad para recrear el escenario histórico que nos está narrando, de
tal suerte que el lector se pasea por las avenidas, calles y plazas del México
del Virreinato; así mismo contempla los edificios civiles, las iglesias y los
panteones de los primeros años de vida del México independiente. En palabras de Gonzalo Celorio, Artemio del
valle Arizpe recupera “las voces, ya perdidas, que utilizan sus personajes
según los usos lingüísticos de su tiempo y que permean también el discurso del
propio narrador, que deliberadamente articula un lenguaje arcaizante para
hablar, como si fuera presente, Del
tiempo pasado.”
He aquí un extracto de su obra: La güera Rodríguez, en la que Don
Artemio con gran maestría nos narra lo acaecido en la inauguración de la
estatua ecuestre de Carlos IV.
Había
multitud de damas y señores de las más altas casas de México, con gran boato de
trajes, en las ventanas y extensa balconería del Real Palacio que ondulaba de tapices
y terciopelos colgantes. En el balcón principal destacábase Su Excelencia el
virrey Iturrigaray con la virreina doña María Inés de Jáuregui, rodeados
entrambos de entonados dignatarios palatinos, oidores, señoras principales y
caballeros de alcurnia, sedas joyantes, encajes, galones, perfumes, plumas
multicolores y la pedrería de las alhajas brincando en mil iris de luz. Allí
se encontraba satisfecho el barón de Humboldt con doña María Ignacia Rodríguez
de Velasco llena del vivo destello de las joyas y derrochando la gracia de sus
mejores palabras.
Encantados
estaban los dos de ver la abigarrada muchedumbre, palpitante y sonora, llena de
fiebre de impaciencia. A una señal del Virrey y como si fuese un resorte
exacto, se rasgó en dos el velo colorado que cubría la estatua, que quedó desparramando
reflejos en medio de la mañana azul, llena de sol. A ella se enfocaron todas
las pupilas. El gentío estaba como atenazado en un asombro quieto. De pronto
estalla el apretado trueno de los aplausos. Era una onda larga de ovaciones que
extendíase hasta muy lejos. En ventanas, balcones y azoteas había una blanca agitación
de pañuelos al viento.
Rompió
el límpido cristal del aire el humeante trueno de diez piezas de artillería,
unánimemente disparadas. Luego el fragor de las tupidas salvas de los
regimientos de la Nueva España, de Dragones y de la Corona. Y al terminar este
gran ruido se alzó al cielo un agudo estrépito de clarines y el ronco estruendo
de los parches y atronaron los festivos repiques de las campanas de la ciudad entera que
envolviéronla ampliamente en su música y la tornaron toda sonora.
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